Sería injusta si dijera que no me gustó la experiencia de visitar el mercado flotante pero tengo que reconocer que me esperaba algo más auténtico, menos turístico. Los mercados flotantes existen y es importante para los vietnamitas comercializar en esta zona del río, obtener sus productos, intercambiar, comprar, vender. Sin embargo, a la hora que uno llega con el resto de barcos turísticos, la realidad es distinta. Se amontonan para intentar vender algo al turista. Conmigo lo consiguieron.
Pudimos ver barcos medianos que están preparados para que viva una familia entera. Me lo contó una vietnamita que se sentaba junto a mi en el barco turístico. La pena es que esas familias no envían a sus hijos al colegio así que los niños están condenados a vivir siempre de esa manera y posiblemente se conviertan en comerciantes del mercado flotante en el futuro.
También hay barcas más pequeñas, botes que son utilizados por una o dos personas para acercarse a los turistas a venderles coco, té, pinchos de ternera, pollo o cerdo con salsas, y otros alimentos. Yo me compré un pinchito porque el desayuno de la familia me había dejado un hueco en el estómago donde el pinchito entró perfectamente. Delicioso. Las ofertas y las transacciones continuaron por más de media hora y terminé aburriéndome. La verdad es que nunca me gustó demasiado ir de compras o al mercado.
Después de la visita turística al mercado flotante, nos fuimos a una nueva isla cuyo nombre no recuerdo ni localizo, pero es donde hay un pequeño taller de noodles donde nos mostraron cómo se consigue la pasta para realizar esta especie de fideos tan famosa en Europa desde hace unos años.
Y seguimos nuestro camino en barco hacia otra isla de la que tampoco recuerdo el nombre pero sí sé que es famosa por los pinchos de serpiente, rana o rata. Podíamos elegir entre sentarnos a comer esas «delicias» o irnos a recorrer la isla en bicicleta. Y yo por supuesto elegí perderme por la isla con la bici pero antes eché un vistazo a la parirlla. No tenía buena pinta, no.
Me encanta pasear en bicicleta así que me lo pasé muy bien. Saludaba a quien me cruzaba por el camino con un amable «Hello» y moviendo la mano que era respondido por el mismo gesto. La gente local resultó simpática y todos sonreían al sonreírles y continuaban su vida, arreglando la casa, cocinando, jugando, etc. Cada camino que elegíamos se terminaba al margen del río o en árboles de la selva. Siempre teníamos que volver. Cruzamos puentes, nos embarramos, caímos, reímos. Y volvimos.
Al final, sin proponérmelo terminé probando un trocito de víbora porque una chica me ofreció la que no se había podido terminar. El sabor es parecido al de los chinchulines de la vaca pero no me gustó mucho. Además, la forma de cocinarla es horrosa: la echan viva a las brasas y la pobre víbora muere achicharrada. Lo peor es que lo hacen más por agradar al turista que porque sea su costumbre. En fin, me quedo con el paseo en bicicleta por la isla y las sonrisas de la gente aunque de esto no tengo foto porque estaba sin batería y disfrutando del paseo en bicicleta sin más.