Posiblemente sea un sueño compartido por muchos viajeros: pasar una noche en el desierto del Sahara. Hace unos días, en nuestro viaje a Marrakech, pudimos hacerlo realidad.
Pasar una noche en el desierto de Marruecos es una experiencia de paz y armonía. De repente, una se encuentra en medio de la nada, de médanos y extensiones de arena y rocas y el cielo estrellado se muestra en todo su esplendor. ¡Maravilloso!
Crónica de la excursión al desierto de Zagora
Bien temprano por la mañana nos recogió nuestro guía bereber en Marrakech para llevarnos en su 4×4 hasta Zagora, adonde llegamos por la tarde. El recorrido nos llevó unas siete horas aproximadamente, parando para comer, descansar, ver paisajes, etc.
De camino hacia Zagora, pasamos por Ouarzazate, una ciudad famosa por ser escenario de diversas películas como “La guerra de las galaxias”, “La momia” o “Gladiator”. Es más, es donde se encuentran los estudios cinematográficos más importantes del país, los “Atlas estudios”, los cuales se pueden visitar. Nosotros los miramos desde arriba de un pequeño monte, truquillo del que nuestro guía estaba orgulloso por hacernos ahorrar el dinero de la entrada.
Cuando llegamos a Zagora, tres camellos y un guía bereber que no hablaba ni español ni inglés, nos recibieron. En seguida nos entendimos con él, mediante las señas y la buena intención. Era un señor mayor muy agradable. Había pasado toda su vida en el desierto, como nómada, hasta que unos años atrás su familia había decidido asentarse. Y esa es la historia de cómo había terminado como “conductor” de camellos en el desierto de Zagora. Lo supimos por la noche, cuando otro joven bereber nos tradujo su conversación.
El paseo en camello fue entrañable. Comenzaba a atardecer en el desierto y el silencio lo inundaba todo. De vez en cuando se escuchaba a alguno de nuestros camellos resoplar. Por momentos, comentábamos la situación o cómo nos sentíamos, pero la mayor parte del tiempo (casi dos horas de trayecto hasta las jaimas) escuchábamos el silencio.
Cuando llegamos al campamento de jaimas, nos recibieron con el té de hospitalidad, al que ya estábamos acostumbrándonos. Conversamos en inglés con el joven bereber y luego descansamos un rato en nuestras jaimas (vivienda de los nómadas bereberes). Cada vez sentíamos más paz.
Por la noche, nos llamaron a cenar a una jaima más grande, preciosamente decorada, que era el comedor del campamento. Degustamos platos deliciosos, exquisitamente condimentados, y disfrutamos de la sobremesa con la charla del joven bereber que nos acompañó al final.
Cuando salimos, hacía mucho frío, sobre todo comparado con el calorcito de la tarde. Sin embargo, estuvimos un rato fuera contemplando el manto negro estrellado. ¡Qué hermosura! Sin la contaminación lumínica de la ciudad, podíamos ver cómo millones de estrellas cubrían el cielo y sentir la paz del desierto. Aprendimos sobre ellas y como guían al nómada en las largas travesías. Entendimos que hay otras formas de vida y que en la del nómada lo más importante para sobrevivir es entender el firmamento y las montañas. Son su único mapa y gps.
Antes de retirarnos a nuestras jaimas a dormir, los dos bereberes compartieron con nosotros un momento muy agradable: una fogata. Por un momento me acordé de las fogatas en los campamentos cuando era pequeña, donde los adultos contaban historias curiosas o de miedo. Y me trasladé en el tiempo, más allá de los recuerdos. Cuando regresé, la magia del fuego y los tambores lo envolvía todo. La voz de los bereberes cantando suavemente para nosotros completó la escena y el momento quedó guardado en mi memoria para siempre.
Regreso del desierto
Al día siguiente, me desperté antes del amanecer. Quería contemplar el sol saliendo por el horizonte así que decidí escalar la montaña para poder verlo. A mitad de camino me di cuenta que era demasiado alto y que posiblemente no llegaría antes del amanecer. Me detuve jadeante y contemplé desde arriba la silueta pequeñita de David que me esperaba paciente a los pies de las dunas. Y volví a intentarlo. Tuve que hacer dos paradas más pero llegué. Y como siempre, la gratificación de haber alcanzado una cima fue inmensa. Contemplé por un rato el amanecer y bajé orgullosa a desayunar.
Regresamos en camello al pueblo adonde nos reencontramos con nuestro guía el de la 4×4, que nos llevaría de vuelta al Riad en Marrakech. De camino, pasamos por Ait Ben Haddou, una preciosa ciudad fortificada donde aún viven familias nativas a pesar del turismo. Cruzamos el rio por un puente, recorrimos la ciudad, admiramos las vistas y volvimos a cruzar el río saltando sobre unas piedras. Y al echar la vista atrás, pensé “qué diferente es todo esto” y me sentí en una película del desierto.
Todavía nos quedaba una aventura más por vivir antes de llegar a Marrakech: cruzar el Alto Atlas, donde no solo no hacía calor, sino que estaba nevando. El cambio de clima se sintió de repente. Y el paisaje cambió completamente: de desierto dorado a montañas negras. Nunca había imaginado Marruecos como un país de montañas. ¡Qué país de contrastes! ¡Qué belleza de paisajes!