Había leído en un libro de Kapuscinski (creo que en Ébano) que el ritmo africano es diferente al nuestro, más lento y más incierto. Y pude comprobarlo cuando al llegar a la estación de autobuses de Malindi nadie me esperaba.
Ahí estaba yo, con mi mochila de 50k recién estrenada, con la ilusión de quien va a comenzar algo nuevo pero con el cansancio de haber pasado 9 horas en la carretera, ansiosa por reconocer en las caras de desconocidos a la persona que tenía que recogerme.
Miro a mi alrededor. Todos son negros. Empiezo a oír la palabra «muzungu» y se refieren a mí. No hay ni una persona de rasgos similares a los míos. Todos parecen ser locales salvo el asiático que venía conmigo en el autobús y al que al cabo de 10 minutos viene a buscar otro asiático. Rostros negros yendo y viniendo por la estación. Alguien me ofrece un asiento. Otros un taxi, una moto. La amabilidad abunda y eso me reconforta un poco. Mientras, yo sigo esperando a que alguien me vea y diga mi nombre.
Tengo que confesar que una empieza a imaginarse que la han abandonado. Conservo la calma y sonrío a todo el que me mira. ¿Qué puede pasarme? Ni lo pienso. Sólo empiezo a pensar alternativas en caso de que nadie me recoja en horas. Puedo intentar hospedarme en un hotel. Vi en Internet que hay unos en la costa. Puedo pedir asilo en la casa de algún local que me resulte confiable. Y mil ideas más.
Al cabo de media hora llega una chica jovencita y sonriendo me pregunta «¿Romina?» y ahí suelto la respiración contenida y siento cómo se deshace el nudo en la garganta que llevaba armando desde hace un buen rato. Sí, soy yo. Ese es mi nombre. ¡Qué alivio! Hi! Hi! Nice to meet you.
Quien me viene a buscar es Judith, una adolescente de 18 años que a lo largo de mis días en Malindi se convertirá en mi amiga. Me pide disculpas. Escucho por primera vez la expresión «african time» y recuerdo al gran Kapuscinski. Nos vamos en un tuc-tuc hacia la casa de la familia donde me hospedaré. Todo es nuevo para mí. Me siento como una niña. Y me vuelve la ansiedad y la ilusión. En seguida veo que la calle de la estación es una de las pocas asfaltadas de la ciudad. El resto son de tierra, de barro cuando llueve, y con piedritas que saltan a los costados y hacen saltar también al tuc-tuc, ese taxi-moto preparado para llevar 3 personas en la parte de atrás.
Voy pensando en la situación: me encuentro en África, adonde siempre había soñado viajar, a la que tanto había imaginado e intento pensar cómo será el resto del continente, su gente, sus distintas culturas y me apetece conocerlo todo. Todo. El vaivén del tuc-tuc me trae de regreso a la realidad.
Empiezo a ver casitas de barro y palos al costado del camino y la gente me saluda «chao, chao» imaginando que soy italiana. También hay edificios grandes, pintados de colores con anuncios publicitarios como el de «safaricom» que es el más frecuente. Puestos de venta de comida, salones de peluquería… ¡Un cibercafé! Una escuela, un potrero donde los niños están jugando al fútbol, una mezquita… y muchos árboles y arbustos. Giramos en una esquina y ahí está la casa de mi familia durante las próximas semanas. Sí, llegamos a casa de Mama Agnes.
Viaje en tuc tuc por Malindi para llegar a casa de Mama Agnes, Kenia, África 2012
Continuará…