El viaje a Bolivia empezó en Villazón, siguió por Uyuni y toda su extensión de Salar y lagunas, y terminó en La Paz unos días más tarde. Fue corto (4 días) pero intenso. Intenso en muchos sentidos.
En el anterior artículo «La odisea de llegar a Uyuni» contaba que estábamos por iniciar la excursión de tres días que nos llevaría a visitar el Cementerio de Trenes, recorrer el Salar del Uyuni, dormir en un Hotel de Sal, caminar por la Isla Incahuasi, ver el Volcán Ollagüe, ver la Laguna Colorada, visitar la Laguna Hedionda, sacarnos fotos en el Árbol de piedra, dormir en medio del desierto, ver y «tocar» el vapor de los Géiseres y bañarnos en las Aguas termales del Volcán Licancabur. Y hoy voy a contarles cómo fue parte de esa aventura.
Visita al Cementerio de Trenes
Salimos de Uyuni sobre las 7 de la mañana para dirigirnos al Cementerio de Trenes, un lugar en medio de la nada, en medio del desierto de sal que rodea Uyuni, un lugar donde el tiempo parece haberse detenido hace siglos. El nombre ya nos anticipa lo que encontraremos: vagones abandonados, una locomotora oxidada, hierros retorcidos, testigos del progreso industrial estancado del siglo pasado. Testigos de los primeros tiempos del ferrocarril en Bolivia, que trasladaba la plata desde las minas de Huanchaca. Testigos del paso del tiempo y del olvido. Eso es justamente lo que nos encontramos: un Cementerio de trenes.
Después de pasearnos un rato entre los trenes abandonados, nos volvimos a subir a la 4X4 y nos dirigimos hacia la parte del Salar del Uyuni más conocida por todos: el desierto de sal. Y sí, jugamos con la sal y nos hicimos fotos como todos los turistas porque a veces hacer cosas de turista es divertido. Pero también nos dedicamos un tiempo a mirar el horizonte, a pensar en lo pequeños que somos frente al mundo, lo insignificante que uno se siente ante semejantes extensiones de llanuras de sal, donde no se divisa el final, donde no se descubre un camino, donde se hace camino al andar.
Comimos en el suelo, sentados sobre la sal que rodea el único refugio que hay en la zona, donde vimos un monumento al Dakar hecho de sal, aunque según nos contaron, el circuito del Dakar no llegó a pasar por acá. Comimos charlando con el grupo de amigos nuevos que nos habíamos hecho: el vasco, la francesa, el chino de Hong Kong, el coreano, David y yo (argentinos por si hay dudas). Comimos y descansamos. Nos esperaba una hora y media de caminata en subida en la Isla Incahuasi, que no es la Isla del pescado, aunque muchos (incluidos nosotros) las confundamos.
Cuando dijeron que visitaríamos la Isla Incahuasi no me quedaba muy claro cómo es que había una isla en un desierto. Pero cuando llegué entendí todo. El desierto de sal antes era mar y la Isla Incahuasi era eso, una isla en medio del mar. Una isla con cactus y plantas del desierto, con caminos pedregosos y unas vistas hermosas del desierto de sal. Costó subir a la cima pero cuando llegamos, el esfuerzo valió la pena: el Salar del Uyuni se presentaba ante nuestros ojos en todo su esplendor.
Dejamos atrás la Isla y emprendimos viaje al lugar que sería nuestro hogar esa noche. Pero de camino, nos esperaba un pequeño imprevisto antes de que cayera la noche: pincharíamos una rueda de la camioneta 4×4 en medio de una ruta solitaria que se abría paso entre pequeñas sierras. Tuvimos que salir del vehículo y enfrentarnos al frío del atardecer. Intentamos mantenernos en movimiento sin alejarnos demasiado del coche mientras nuestro chofer cambiaba la rueda y ponía la de auxilio. ¿Pasaría a menudo que se pincha una goma en el desierto o solo nos había pasado a nosotros? ¿Es suerte o es destino? En fin, a esas horas y en este remoto lugar del mundo uno se plantea un poco todo…
Por suerte, todo pasa y todo sigue y después de unas horas de viaje, llegamos al alojamiento de nuestra primera noche en el desierto: un Hotel de sal. Los hay lujosos y los hay sencillos. Como nosotros somos viajeros «low cost» y reservamos la excursión preparada para mochileros, nos hospedamos en un Hotel de Sal sencillo pero muy bonito y bien cuidado. Eso sí, el agua caliente para darse una ducha se paga a 10 bolivianos. Y la verdad es que con el cansancio de la caminata y el frío de la noche invernal boliviana, la ducha de agua caliente antes de cenar y acostarnos fue muy reconfortante. La charla de nuestros compañeros de viaje y la sopa caliente también.
¿Quieren saber más sobre las aventuras que vivimos recorriendo el suroeste boliviano en el invierno de 2014? No se pierdan el siguiente artículo en la serie de Mi propio viaje por Latinoamérica.
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